Juan Manuel de Faramiñán Gilbert

 Sobre la experiencia y el misterio de la vida después de la muerte

Si existe una realidad inconmovible en la vida de los seres humanos es la del inevitable encuentro con la muerte. La sugestiva imagen que nos brindó el cineasta sueco Ing mar Bergman en su fascinante película El Séptimo Sello, en la que un caballero cruzado, Antonius Block, departía al ajedrez con la Parca, nos planteaba el juego de los símbolos con magistral capacidad; es decir, las ideas que se mue ven en relación con la muerte, entre lo aleatorio y el de ter mi nis mo. También, Albert Málare, pintor sueco medieval, refleja la misma escena en
los muros de la iglesia de Täby en la diócesis de Estocolmo, como queriendo recordarnos el juego permanente de la vida y de la muerte.

Al igual que en el juego del ajedrez, las fichas que nos tocan en suerte pueden ser las blancas o las negras y el destino del juego dependerá de la habilidad con la que sepamos moverlas. El desplazamiento de las figuras de terminará el decurso de la partida como consecuencia del enlace que se produce entre el libre albedrío del jugador, que decide sus movimientos, y el determinismo de estos movimientos, que van generando y condicionando el destino final del envite.

Se trata de algo similar a lo que en Oriente se explica a través del término sánscrito Karma, que refleja la existencia de una Ley universal de acción y de reacción, como se enseña con sencillez y claridad en el Bhagavad Guita, fragmento del milenario Mahabarata indo, al indicar que “el Universo está en constante actividad y nada en él puede sustraerse a la ley general”. De estas ideas puede deducirse que existe una profunda relación entre nuestras acciones y el efecto que ellas tienen en nuestro entorno e, incluso, a veces, más allá de él. En otras palabras, somos artífices de nuestro propio destino. Sin duda, en el destino hay una suerte de predeterminismo, pero no un determinismo ajeno, sino un futuro marcado por nuestros propios actos.

Faras de Ptamos

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